Un 12 de noviembre pero de 1651 nació en Nepantla, hoy Estado de México, Juana Inés de Asbaje Ramírez de Santillana, mejor conocida como Sor Juana Inés de la Cruz.

hija de Pedro Manuel de Asbaje y de Isabel Ramírez de Santillana, tuvo dos hermanas mayores y tres medios hermanos menores.

Cuando sus padres Pedro Manuel de Asbaje y de Isabel Ramírez de Santillana se separaron, su padre regresó a España, por lo que ella siendo aún muy pequeña, se queda a vivir con su abuelo Pedro Ramírez en la hacienda de Panoyán una de las varias que él poseía, y quien de inmediato se dio cuenta de la precoz y clara inteligencia de su nieta, por lo que procuró alentarla en todos los sentidos.

A los tres años Juana sabía leer, ya que le había enseñado su hermana a escondidas de su madre y con el beneplácito de su abuelo, quien le permitió entrar en el mundo mágico y deleitoso de su bien nutrida biblioteca. Así, a muy corta edad había leído a los grandes de la literatura, la historia, la ciencia o la teología.

Según informes, Sor Juana habría pedido a su madre que la enviara a la universidad aunque fuera vestida de hombre, sin embargo fue enviada a vivir a la ciudad de México con su hermana María, casada con Juan de Mata un acaudalado caballero que por sus negocios tenía trato frecuente en el palacio virreinal, y sabiendo de los conocimientos de Juana, la presenta en la corte, lugar donde brillaban la cultura y la erudición.

Enseguida ella hace amistad con los virreyes, el Marqués de Mancera y su esposa, Leonor de Carreto, a los que asombra por sus vastísimos conocimientos y su sagacidad a tan corta edad, tan es así, que el virrey pide a los humanistas más sabios que la interrogaran y calificaran, una evaluación de la que salió ¡más que airosa! Los virreyes se convirtieron en sus protectores y sobre todo la virreina, para la que escribía toda clase de obras que le solicitaba.

Entrar en la corte significaba una oportunidad de encontrar un buen partido y por lo mismo hacer un provechoso matrimonio, pero Juana no tenía ningún interés en casarse, por lo que empezó a manifestar su interés por entrar a alguna orden religiosa, para ello, aconsejada por el confesor de la virreina, aprendió además de los idiomas que ya conocía, latín, dejando a todos sorprendidos cuando después de sólo veinte lecciones, lo dominaba al grado de escribir la más delicada poesía religiosa en ese idioma.

Sobre la vida conventual, a la que aspiraba, hay quien afirma que lo hizo por la desilusión de un amor no correspondido, sin embargo también es cierto que ella sabía que en un convento gozaría del espacio, tiempo y paz que buscaba para dedicarse a sus intereses, por ello entró al convento de las Carmelitas Descalzas, pero las rigurosas normas de esta orden hicieron que a los pocos meses enfermara y tuviera que dejar el convento.

Entró entonces la Orden de San Jerónimo, cuya regla menos rigurosa le permitía tener una celda muy amplia, -de dos pisos- donde dedicarse al estudio, la poesía, literatura, matemáticas, astrología, filosofía, historia, lenguas, pintura, música, y ¡cocina!, donde cuentan, tenía un gran sazón e ingenio para preparar exquisitos y complicados manjares nuevos o tradicionales.

Todo esto hizo que sus aposentos se convirtieron en lugar de encuentro de las personas más disímbolas pero más cultas de la Nueva España y de científicos y sabios extranjeros. También guardó una muy cercana relación y gozó de la protección de los nuevos virreyes, el Marqués de la Laguna y la Condesa de Paredes, quienes llevaron sus escritos a España donde los hicieron publicar y la dieron a conocer.

Fungió también como experta administradora y archivista de su convento. Pero como siempre sucede, todo lo anterior despertó envidias y recelos y no faltaron los problemas, y muy serios, sobre todo de donde no debían venir; de sus superiores religiosos, por lo que después de un conflicto con un famoso predicador, a resultas de su Carta Atenagórica, fue obligada a deshacerse de todos sus objetos de estudio, arte o ciencia.

Vendió entonces, junto con sus instrumentos astronómicos y musicales, sus más de cuatro mil volúmenes, cuyo importe entregó al Arzobispo Aguiar para que fuera repartido entre los pobres y a partir de entonces se dedicó a vivir con un mayor misticismo y como le fue ordenado “en las tareas propias de una monja”.

Coincidiendo con estos tiempos, en 1695 se desató una epidemia en la ciudad de México que asoló su convento y ella que se dedicaba a cuidar a las monjas enfermas también se contagió y murió el 17 de abril cuando tenía 43 años, siendo enterrada ese mismo día en la catedral, la oración fúnebre fue hecha por Carlos de Sigüenza y Góngora.

Dejó 180 volúmenes de obras especialmente seleccionadas y que sobrevivieron en sus manos, muebles y artículos que fueron entregados a su familia así como dos pinturas, una Santísima Trinidad y un Niño Jesús que ella legó al arzobispo.

Redacción/ El Nacional